El discurso ideologizante no atiende a contradicciones, es la contradicción misma, el vacío del discurso. Autoritario, sin sentido.
Sólo a través de la televisión nos permitimos asumir que se nos diga:
Palabras que se presentan sin juicio de valor, una verdad por sí misma.
Palabras a las que nos abriríamos viniendo de alguien en quien realmente confiamos o de cualquier figura autoritaria que imponga su sentido por coacción o “derecho natural”.
En el discurso mediático no hay pausas y acto seguido podremos ver un mono/erizo… asesorándonos para contratar el “mejor” seguro o comprar el “mejor” coche. O una navegante que prefiere traer del futuro un detergente a una vacuna contra el cáncer.
Si esto sucediese en nuestra “realidad” cotidiana pasaríamos a formar parte de la población susceptible de visitar a un psiquiatra, sin embargo en los medios esta recreación resulta agradable, atractiva, creíble. Pero, en todo caso, su lógica es una recreación imaginaria que interpela a los afectos atrapándose y atrapándonos en el discurso de lo oculto. Lo explícito irreal y lo implícito que aun queda por cerrar. Esta apertura al otro es el verdadero hueso de sentido que involucra al espectador. El discurso de los medios necesita y dependen del Otro-receptor. Aquél que se posiciona delante ya sea para adorar o criticar, o simplemente, como el resonar de una compañía ajena.
Los mecanismos psicológicos que envuelven esta fantasía no son menos singulares reproduciendo un sueño compartido. Por decirlo de otro modo, en esta fantasía el loco que se cree rey padece la misma carencia que aquél que se considera rey y es seguido por los otros como tal. De un modo u otro no tiene sentido, pero el ser humano es el único capaz de crear una cultura que lo niega.
Esta modalidad de la psique coloca al espectador-pasivo observando la cultura y los productos de la misma como si le fuesen ajenos y funcionasen por si mismos, el llamado fetichismo de la mercancía. Imposición y mantenimiento de significados que confieren al medio autoridad ideológica.
Su influencia es tal que ya da igual que se crea o no en su discurso porque:
-Lo dijeron en la tele.
La televisión es un fetiche.
Investida de forma afectiva se erige en entidad asemejándose a una institución en su longevidad y discurso autoritario. Pero es precisamente este discurso el que muestra el vacío, la falla constante en su relación con el receptor, supone un vacío de significado que es llenado por el Otro del discurso, situado fuera del mismo.
La televisión sólo existe en función del Otro. Creemos en ella, creemos en su discurso pero de un modo u otro no tiene sentido.
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