Hace diez años Z. Bauman nos presentó una profesión docente desorientada y dividida.
Hoy, este síndrome se acentúa.
Adaptarse a las fórmulas de la competencia o huir de ella.
La universidad ha abandonado la mayoría de las funciones integradoras que el Estado-Nación reivindicaba en la época moderna, las ha cedido a unas fuerzas que no domina y que están, en gran medida, fuera del alcance del proceso político a merced de unas fuerzas de mercado difusas y descoordinadas.
Por un lado los tecnócratas de la educación y su discurso europeísta. Aluden a los beneficios del mercado en la educación, una puesta a punto, limpieza de telarañas enciclopédicas, actualización de saberes y profesionales 2.0
Por otro lado, los profesionales esotéricos de la educación, tecnofóbicos y desorientados ante una avalancha de cambios que se suceden de forma rápida y sorpresiva, antes de ser capaces de asumirlos.
Cada cual que recoja sus bártulos y corra.
Que las universidades sean “instituciones autónomas situadas en el centro de la sociedad”, suena nostálgico. Hace tiempo que la universidad vive en crisis dado el progresivo debilitamiento de las garantías institucionales ortodoxas en las que fundamenta su autoridad.
Por otro lado, los profesionales esotéricos de la educación, tecnofóbicos y desorientados ante una avalancha de cambios que se suceden de forma rápida y sorpresiva, antes de ser capaces de asumirlos.
Cada cual que recoja sus bártulos y corra.
Que las universidades sean “instituciones autónomas situadas en el centro de la sociedad”, suena nostálgico. Hace tiempo que la universidad vive en crisis dado el progresivo debilitamiento de las garantías institucionales ortodoxas en las que fundamenta su autoridad.
En clara competencia con otros medios formativos más acordes con los cambios sociales y laborales (Internet, e-learning, flexibilidad y equipos de aprendizaje autodidacta, cursos de mercado y empresa…) la universidad pierde rango y prestigio para decidir los cánones de capacidad y competencia profesional, doblegándose ante el hecho de que el acceso a ése “saber más elevado” depende del dinero que se tenga.
Los medios extrauniversitarios resultan más atractivos que una educación universitaria que ya no es capaz de prometer, mucho menos garantizar, una carrera para toda la vida. A esto, hemos de sumar la cada vez menor disposición del Estado a subvencionar las universidades con fondos públicos.
Ante los cambios que se nos presentan la dinámica actual muestra la adopción de dos estrategias:
- Aceptar las nuevas reglas, someterse a los estrictos criterios de mercado y medir la “utilidad social” de los productos universitarios como una mercancía más que todavía tiene que luchar por hacerse un sitio en los abarrotados estantes del supermercado, cuya calidad todavía ha de probarse según su éxito comercial.
- Retirarse de la situación sin salidas en el mercado a una fortaleza construida con un lenguaje esotérico y una teoría oscura e impermeable, esconderse tras un minimercado sin competencia hasta el punto de sostener un medio productor-consumidor casi autosuficiente.
Ambas renuncian al papel tradicional que las universidades reivindicaban y que han tratado de desempeñar durante toda la época moderna. Ambas anuncian el final de la AUTONOMIA de la actividad universitaria y cada una, a su manera significan la rendición.
Si no producimos alternativas y reivindicamos nuevas formas…
De un modo u otro, la universidad pierde.
¿Es posible establecer una tercera vía?
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